Sucio, me dijo. Nunca me habían
insultado así, no tan simple y directamente, pero, qué cojones, me gustaba. Y
es que no le faltaba razón: llevaba tres días sin dormir, de fiesta constante,
en un lugar lleno de polvo, charcos de meadas, potas y kalimotxo derramado por
la tierra y las tiendas de campaña. Pero creo que él no se refería a la mierda
que llevaba encima; sino a la de dentro.
No nos jodas, por favor, no lo hemos
probado nunca y no tenemos ni idea de cómo va este rollo. Júrame, por favor,
que es bueno, que no nos la estás colando. Sí, claro, os lo juro, es cojonudo,
mira, yo llevo tres días sin dormir con esta mierda y os estoy dejando los tres
pollos por cuarenta pavos; vamos hombre, a poco que os haga ya es un chollo.
Pobrecillos... Y ahora el Vasco me
llamaba sucio. Y ya digo que no le faltaba razón. Que se jodan, le dije, sólo estoy
tratando de recuperar la pasta, así son las cosas. Cuando ellos se den cuenta
de lo que les he dado entonces veremos qué clase de putada le harán a cualquier
inocente para recuperar sus euros; es el ciclo de la vida, tío, así el universo
siempre está en movimiento sin llegar a perder nunca el equilibrio. Pero al
Vasco no le convencías con ese rollo, es más, ni siquiera yo estaba seguro de
creérmelo del todo. El Vasco sabía que yo estaba siendo un buen hijo de puta,
un sucio. Sin embargo, ¿qué hizo él?
Anda, me dijo, dame esos cuarenta pavos y vamos
al campamento de los colegas del Oscar a por algo de eme. Bueno, yo no tenía
nada en contra del eme, pero en aquella época tenía mis costumbres y a mí lo
que de verdad me tiraba era el salvaje acelerón de la divertida anfetamina.
Tronco, como sigamos con esta mierda del spiz se nos va a caer el tabique.
Joder, Vasco, no digas esas cosas, que me acojonas...