Este sábado, día 1 de Septiembre, a las 23:00, presentamos nuestro próximo número en el bar La Esencia, en Lavapiés.
Allí repartiremos los ejemplares gratuitos y celebraremos un recital abierto en el que también participarán algunos de nuestros colaboradores más frecuentes.
El bar La Esencia dispone del ambiente de diversión extrema y ultrasórdida necesario para el bien merecido placer y regocijo de la mejor revista del mundo. Buenos precios y ofertas.
Era
de calaña inmiscuido, escurridizo, calibrante.
Le gustaba jugar a asustar con los
demonios propios de cada uno, como si le
leyera el pensamiento y pusiera la vida en ello, en él.
Clientes
de su mirada, la gente sentía el reflejo de la
publicidad sin conocer el contenido,
solo a tientas de la bella profundidad
de las miradas, del gesto que, particular, lo atosigaba a uno como si estuviera
actuando un tranvía en vías imaginarias entre los dos sujetos.
Había un dolor extraño, una pregunta siempre insuficiente, mal hecha o ignorante de la
respuesta;
Salgo del bar
con el delantal todavía en la mano. En cuatro pasos estoy en la entrada de mi
casa. Mi trabajo está en el número 116 y yo vivo en el 114. La entrada
principal no es para mí, en lugar de una primera puerta de cristal que da paso
a una alfombra y un paragüero, mi puerta está situada a la derecha de la
fachada, es de madera y la pintura se cae por las constantes lluvias
torrenciales. Cuando la abro saludo a mi cubo de basura y a las moscas que lo
rodean. Camino cuatro pasos con apenas espacio entre la pared del bar y la pared
de la casa. En el lateral izquierdo está mi entrada. Hay un pequeño escalón con
una alfombra de alambre más grande que éste y que cuando la piso se eleva
haciéndome perder el equilibrio, entonces toco la pared de mi trabajo y me
llevo alguna araña o gravilla que se desprende. El marco de mi puerta es una
tubería que termina en un agujero en el suelo por donde sale la mierda de los
desagües. El ritual es siempre el mismo: meto la llave, espanto las moscas y
entro lo más deprisa que puedo para que no entre ninguna.
El olor de mi
hogar consiste en tabaco rancio y trapos de cocina rancios. Los tengo colgando
de los asideros del armario encima del fregaderoy nunca terminan de secarse, a pesar de que
lavo mis cuatro platos una vez a la semana; el resto de días como encima de
restos de comida o de restos de papel higiénico que se quedan pegados al
intentar quitar las migajas.
En cuatro
pasos llego a mi cama, una cama de dos pasos de ancho y dos pasos de largo.
Demasiado grande para mí, ya que no suelo tener compañía muy a menudo. Y en
cuatro pasos estoy en la ducha del baño. Cada vez que me quiero duchar tiro de
una cuerda que avisa a los que viven en la casa principal, entonces saben que
cuando abren el grifo me quitan el agua caliente y eso hace que lo disfruten
aún más. Cada vez que me ducho y tiro de esa mierda de cuerda siento que estoy
pidiéndoles un favor, así que hace tiempo que dejé de disfrutar de ese
relajante rato. La luz natural entra por un ventanal que da a la fachada de la
casa. No lo puedo abrir, así que no tengo ventilación y ya he hablado de las
moscas de mi puerta. Tampoco entra luz natural porque no corro las cortinas.
Prefiero estar a oscuras a que me vea todo dios que pasa por la calle y más
cuando los que pasan son los clientes a los que recojo los vasos cuando van a
beber al bar.
Abro una lata
de cerveza, tacho el día en el calendario, aunque sean las seis de la mañana y
aún queden muchas horas para el día siguiente. Enciendo la radio, siempre en la
misma emisora, clásicos de los sesenta, setenta y ochenta; me sé todas las
canciones. Pongo la banqueta delante del espejo del armario y me emborracho
mirándome, luego hablando.
Mi cama está
al lado, pero estoy tan borracha que doy cuatro pasos hasta llegar a ella.
Solo.
Mi mirada perdida
y la esperanza con ella.
Viendo noche tras noche
el rodar de una botella;
y en esta calurosa noche de agosto,
me trae el recuerdo
de otra diversión sin rostro.
Solo.
Como el rayo de luz
que se acurruca a mi lado.
Como un árbol desamparado
que resiste al viento,
que no comprende al viento
y se agita desesperado.
Solo.
Sin lagrimas ni enfado,
pero solo.
Imbuido
en un pensamiento sudado,
en un sentimiento derrotado,
en un grito desamarrado.
Solo.
Solamente solo;
mirando a la eternidad,
pero como todos,
desde el otro lado.
Solo.
Y me importaba cuando aún creía en algo,
pero ya desterré de mis noches difusas
las asediantes preguntas
de filósofo de parvulario:
aquellas que exigían significado:
¿esto para qué?, ¿esto bueno?, ¿esto malo?
Ahora sólo bebo, esnifo
y entre un manantial de risas,
ahogo lo que callo.
El asqueroso del perro empezó a lamer en el sofá la
pota de aquel gordo cabrón. Joder, tenía que salir de la casa cuanto antes.
Además, el Rodri se estaría poniendo nervioso. Miré el reloj de cocina que había
sobre mi cabeza; las doce y cuarto. Mierda, el cabrón del Carlitos estaba
tardando demasiado y yo no podía irme sin él.
No tardé en recibir la llamada del Rodri. Tío, ¿qué
coño estáis haciendo ahí dentro? Mierda, tranquilo, estoy esperando al
Carlitos, ahora salimos. Pues daos prisa, coño. Dios, no aguantaría mucho
tiempo más dentro de la casa; si el Carlitos tardaba otros cinco minutos en
salir, a mí me daría un puto infarto. Joder, ya me veía muerto, tirado en el
suelo al lado del cuerpo inconsciente de aquel gordo cabrón que no paraba de
roncar.
Mientras encendía un nuevo cigarrillo, salió de la
cocina la chica de la minifalda. Llevaba un plato de una pasta extraña que
parecía paté con sesos y mostaza. ¿Quieres un poco?, me dijo. No gracias; yo...
joder, yo, bueno, estoy un poco agobiado. ¿Es por el perro?, dijo mientras
dejaba caer aquella pasta asquerosa sobre la tripa desnuda del gordo cabrón,
¡vamos, Sultán!, le dijo al perro. Entonces el puto perro dejó por fin la pota
y se puso a lamer la pasta que se esparcía despacio sobre la tripa de aquella
bola de sebo. Este gordo cabrón sólo se despierta si le haces cosquillas, me
dijo la chica, pero yo paso de tocarle.
Bueno, se acabó, aquello ya era demasiado. Le podían
dar por culo al Carlitos, le esperaría en el coche, con el Rodri. Me levanté
del sofá y me largué a toda hostia, sin despedirme de la chica, que dijo algo
como ¿a dónde vas?
Nunca vas a conocerte y nunca vas a entender todas
las líneas de estas páginas.
Si en la nevera de esta editorial no hubiera
moho de esperanzas e ideales no sería nuestra nevera.
Cerveza no nos queda ya pero te puedes tomar una a
nuestra salud.
La Duquesa de la Eternidad de los Andenes ha bajado
a por tabaco mientras nos ponemos ciegos. Este mes se ha condensado bajo la presión
del amor, el fracaso, la ironía y el veneno desprendido de la grasa fofa. El
cuerpo necesita vitaminas.
Y otra vez se te ha pasado el turno asomando la
cabeza, la duermevela ha rebotado al otro lado del espejo en plena tormenta
eléctrica y desde la corriente, emboscado entre las nubes, un grifo con alas de
cucaracha la caza al vuelo y la rompe en pedazos infinitos y sale esta tinta, este
residuo mutógeno que caduca las fantasías que blanden lastres.
Esto es Sórdida y Drogada y nada más.
Antes de paralizarte cuéntale a la gente que aquí
sólo hay una manifiesta gilipollez insoportable y que esos quejidos a la nada
son sólo el carburante del volumen del olor de la basura y de la voz de estas
palabras.
Pregúntate qué estás haciendo, qué está pasando
dónde, redecora tu vida, hazte barroco. Hazme reír.