Acto II: El científico
Imagina un corazón higiénico,
esterilizado, que late sólo por impulsos neuronales; un corazón desconectado de
los ojos, de los puños, de la lengua. Imagina que la sangre que bombea es una
sangre perfecta, de un rojo tan puro y homogéneo que apenas se diría humana.
Una sangre formada únicamente de glóbulos y plaquetas, de nutrientes y oxígeno,
una sangre sin deseos, sin odio, sin herencia, sin sed. Imagina también que esa
sangre es bombeada hasta un cerebro. Es un cerebro enorme, lleno de actividad.
Un cerebro que gobierna él solo todo un cuerpo; un cerebro autónomo del que
dependen absolutamente todos los órganos del cuerpo que dirige. Es el Padre de
la vida.
Estaba siendo un invierno duro. El
viejo Prometeo se encontraba es su fría casa de plástico, sobre una fría silla
de metal. Hacía tiempo ya que su enorme cerebro andaba racionalmente buscando
una verdad: la Verdad. Años atrás, Prometeo escuchaba esta palabra, “Verdad”, y
la escuchaba en mayúscula, y se emocionaba, su piel se erizaba y su joven
cuerpo, apasionado, enloquecía deseoso de encontrarla. Ahora ya no. Ahora había
comprendido que una Verdad implica un Sentido de cuanto le rodea y un Sentido
implica una Razón y ésta la eliminación de su juventud, la esterilización de su
sangre. Sólo anciano y maduro alcanzaría su anhelada Verdad.
Prometeo, agotado por los golpes de la
vejez, se lamentaba sobre su gélida silla por no haber encontrado aún su
Verdad. Creía en ella, sabía que existía, que estaba ahí, en algún lugar del
mundo. Miraba al suelo y casi podría decirse que estaba llorando. Pero lo hacía
en silencio, sin lágrimas, sin expresión. Prometeo estaba muy cansado. Inclinó
hacia atrás su cuello y apoyó la cabeza, con su cerebro gigantesco, sobre el
respaldo de su silla de metal. Entonces ocurrió algo. Miró hacia arriba y, sin
querer saber si ya estaba dormido o seguía aún despierto, sin saber si aquello
era sueño o realidad, contempló sobre él algo increíble.
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