Acto III: El sacerdote
Un Ser. Un Sentido. La Verdad.
Dios. Olvida el enorme cerebro e imagina ahora un gran tarro vacío de cristal,
que se alza ante la humanidad, sin otra cosa que mostrar más que un ficticio
ocultamiento de algo que, en realidad, no existe. ¿Por qué entonces la
humanidad toda alzó su vista para contemplar, maravillada, el tarro vacío? Su
terrible pánico a la nada les hizo, metafísicamente, buscar algo y, así,
inventárselo Todo. Ahora sí; ahora podrían gobernar los ancianos, ahora habría
leyes, fieles a esa Totalidad verdadera, habría Felicidad sobria y madura, fiel
a la única Verdad. Pero ese Todo no dejaba de ser fruto de lo único que poseen
y han poseído siempre los hombres: la nada.
La convergencia de los rayos
del sol en el tarro cegaba al hombre Prometeo. Allí, en el cielo, a su avanzada
edad, próxima ya a la vejez, él encontraba al fin la Verdad. Estiraba sus
brazos y tan solo alcanzaba a tocar las hojas que el viento de otoño arrastraba
consigo. Trepó a los árboles y todo él seguía pareciendo ridículamente diminuto
frente a ese tarro inalcanzable. Escaló montañas, construyó torres y escaleras,
diseñó complejos modelos de potentísimos aeroplanos... Y sin embargo no alcanzó
la Verdad que sobre él se mostraba.
Déjalo, Prometeo, renuncia;
todos vemos el tarro, todos sabemos que está ahí, sobre nuestras cabezas, que
gobierna y ordena el mundo a través de sus destellos; no sigas, pues nunca
lograrás alcanzarlo. Pero él no escuchaba a quienes esto le decían, no quería
hacerles caso, no podía. Prometeo nunca entendió la postura de los hombres
frente al tarro. ¿Acaso les bastaba verlo para confiar en su poder, en su
veracidad? Sí, eso parecía. Pero él siempre fue un hombre de razón y necesitaba
palpar con sus propias manos aquella Verdad; Prometeo no era un hombre de fe.
Cuando se percató de esto, sin más, se halló frente a Dios, frente a la Verdad.
Tomó entre sus brazos el gran tarro y, al abrirlo, todo su cuerpo, fustigado
por la decepción, se estremeció. El tarro estaba vacío.
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