Eran las cuatro de la tarde cuando entraba en casa. Yo
estaba realmente contento, aunque físicamente destrozado. Llevaba más de
cuarentaiocho horas seguidas de fiesta y sólo iba allí para intentar descansar
un poco; al día siguiente tocaban unos colegas en las fiestas de no sé qué
barrio y el fiestón estaba garantizado.
Abrí la puerta y saludé. ¡Qué pasa, familia! Mi padre
estaba en el salón, más serio de lo que yo lo había visto en mi vida, lo juro.
¿Pasa algo? Ve a tu habitación, anda, me contestó, que la mamá quiere hablar
contigo. No tenía esa cara suya de “la has cagado, chaval” o “venga, trágate el
rollo y ahora nos vemos una peli”; qué va, esta vez parecía ir más en serio.
Aquello me descolocó un poco. Tenía la cabeza como una
batidora entre el spiz y las emociones acumuladas. Sin decir nada, entré en la
habitación. Mi madre estaba sentada en mi cama; había estado llorando.
¿Qué pasa?, ¿he hecho algo? Hijo, contestó sin mirarme,
tú no puedes seguir así... Mierda, ahora me esperaba una de esas, una de las de
o estudias o te buscas un curro. Joder, ya hemos hablado de eso... No, me
cortó, esta vez es de verdad; vas a buscar un trabajo. Y te vas a ir de esta
casa.
Oye, el otro día Marcos me pasó un ejemplar y los leí. Me encantó, verdaderamente. Aquí tenéis un interesado.
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