Acto VI: el asesino
Allí estaba él, con
su pecho y su rostro empapados en sangre; la sangre de otro hombre. Quién fuera
ese otro no importa. Quién fuera él, el asesino, tampoco – quizá un niño. La
navaja de afeitar sudaba las lágrimas rojas de una sangre muerta que se
deslizaba por su filo y se precipitaba contra el suelo. El cuerpo del hombre
degollado dormía frente al asesino y le miraba inexpresivo. No sintió
compasión, no sintió lástima; tampoco era ahora más feliz que antes, ni se
enorgullecía de lo que había hecho. Tan sólo quería desnudarse lo antes posible
y paliar así el exasperante calor de aquel sótano oscuro.
Los poetas, en la
calle, miraban arriba y abajo buscando la respuesta, preguntándose para qué.
¿Para qué?, ¿para qué? y en sus versos sólo se reflejaba esta preocupación;
pero el cielo se había quebrado y la tierra estaba, desde hacía milenios,
privada de toda nobleza. ¡Nihilistas!, gritaban desde sus tumbas los ancianos,
¡nihilistas! Nosotros ya os lo advertimos. Y mientras ellos se flagelaban por
no encontrar el para qué, desde su sótano, el asesino se reía de ellos. No, él
no tenía este problema, él no se fustigaba; pues no puede llorarse la ausencia
de una respuesta cuando gozas de la ausencia de la pregunta. ¿Para qué? Ya es
tarde para planteárselo.
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