Maldito mundo hostil en blanco y negro. Y
gris. Grises las calles, las aceras, grises las tapias de los muros que
encierran rostros tristes en uniformes gris. Grises los edificios con gente
dentro frente a pantallas grises, con trajes de un impoluto gris. Grises las
almas que andan a hostias a toda leche en autopistas grises rumbo a un destino
deprimente en tonos ocre y gris. Grises las suelas de los zapatos sobre la
calzada gris. Gris el aire, el viento gris, gris el cielo por el humo que
vierten chimeneas inmensas como el color gris. No he conversado a lo largo de
la semana más que con máquinas: máquinas que expenden tabaco y te dan las
gracias, máquinas que te atracan a cambio de un billete de metro, máquinas que
te dan tikets con un número para que puedas comprar tu comida fresca en el
súper o bien máquinas que te dan billetes que sirven para cambiarlos por comida
cocinada por máquinas que te metes entre pecho y espalda a un ritmo maquinal.
Máquinas que te venden gasolina para cargar tu coche y poder tirarte por un
puto acantilado, o para visitar a tu abuela el día de la madre porque supiste
que era el día porque lo viste por televisión. O máquinas dentro de casa que me
lavan los platos, que me enfrían la comida o la calientan, máquinas en las que
escribo, por las que hablo y escucho (o sólo oigo) hablar a mis amigos. Llevo
toda la semana viviendo como un reloj, acatando un sinfín de obligaciones que
yo mismo me impongo para demostrarme que al fin y al cabo no perdí el tiempo.
No me basta con intuir que no lo hice, necesito reflejos en el mundo exterior,
reconocimientos ajenos. Necesito demostrar a los demás que no soy un completo
inútil. Y a mí mismo. Me paso la semana entera construyendo paso a paso, grano
a grano un castillo de arena que al llegar el fin de semana destruyo de una
patada sin más contemplaciones, dos días, tres días eternos en que me pierdo en
un bucle de alcohol y desenfreno, de sangre y deseos, un bucle en el que a
veces rozo el cielo.
A veces.
Y luego...
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