Tú
y yo no somos de esos que puedan ir por ahí con la cabeza bien alta, me dijo.
Al Jero le molaba ponerse filosófico a veces. A mí me daba un poco por culo que
empezara en ese plan, queriendo dárselas de tío profundo e interesante, como si
se enterara de todo lo que pasa en su mierda de mundo. Me encendí un cigarrillo
y le pasé el paquete. Él preguntó por la botella de ginebra. Tranquilo,
contesté, aún queda bastante. El jaleo de las noches madrileñas ya estaba
esperándonos a unas pocas paradas de metro desde hacía un par de horas.
Salimos de la casa algo más pasaos
de lo que hubiéramos querido. Apenas nos quedaban un par de flejes más en el
pollo y ya en el andén del metro nos mezclamos la última copa.
Yo contaba mentalmente las monedas
de mi bolsillo, intentado calcular mis posibilidades para aquella noche.
Noté
el codo del Jero hincándose en mis costillas. Eh, mira esa mierda, me dijo.
En
el andén de enfrente, una parejita de modernos ocupaba uno de los bancos. Él
tenía la cabeza apoyada en el hombro de ella. Parecía llevar un buen trozo
encima.
El
Jero y yo nos quedamos callados; mirándolos mientras le dábamos pequeños sorbos
a nuestros vasos de plástico. Los dos sabíamos que, si había suerte, aquello
podía salirnos bastante bien.
Efectivamente,
dejaron pasar el primer tren. Nosotros dejamos pasar el nuestro sin perderles
de vista. El pibe retorcía cada vez más su cuerpo, embutido en aquellos
pantalones de marica. La primera raba vino entre el segundo y el tercer tren.
Podía sentir cómo en Jero sonreía cada vez más y más a mi lado.
Pero
lo gordo ocurrió después del quinto. El capullo cayó al suelo, con los ojos en
blanco. La piba se le echó encima y empezó a gritar. ¡Joder, despierta, joder,
joder!
El
Jero se puso nervioso. Apretó los dientes y me agarró con fuerza de la muñeca.
Vamos, le dije.
Nos
pusimos en pie y salimos corriendo. Saltamos a la vía y la cruzamos a toda
hostia, hacia donde estaban la chica y el borracho. Ella nos vio; ayudadme, por
favor, no sé qué le pasa, ha bebido y… En toda la parada sólo había un par de
señoras que miraban todo aquello con indiferencia. El Jero y yo nunca habíamos
hecho algo como aquello, pero supimos coordinar perfectamente nuestros
movimientos.
Me
acerqué torpe y nervioso al cuerpo inconsciente, mientras el Jero le entraba a
la chica. El chaval estaba pálido como un muerto, con los ojos abiertos y las
pupilas dilatadas. Habría jurado que ni siquiera estaba respirando. Metí mis
manos en los bolsillos de su cazadora.
Vale,
vale, tú tranquila, decía el Jero mientras sujetaba a la chica por los codos.
Ella intentaba escabullirse sin conseguirlo. Venga, joder, coge lo que sea y
vámonos, me dijo a mí. Los gritos de la rubia se me estaban clavando en la
cabeza y me estaba poniendo de los putos nervios. Dila que se calle, coño. El
Jero le soltó un guantazo, sin más. Las señoras de enfrente gritaron
sobresaltadas.
Encontré
el móvil en el bolsillo trasero de los vaqueros del muerto y un billete de
veinte pavos en su calcetín. Venga, vámonos ahora mismo. Espera, me dijo, coge eso.
Me metí el bolso de la chica debajo de mi jersey y salí corriendo.
Detrás
de mí escuché otro guantazo y otro grito de las señoras. No sé, creo que el
Jero y yo no éramos de esos que pudieran ir por ahí con la cabeza bien alta.
Pero ahora paso de ponerme filosofar sobre esta mierda. Simplemente hacíamos lo
que hacíamos, lo que hubiera hecho cualquiera lo bastante inteligente como para
saber aprovechar esos trenes de los que hablan en las pelis; esos que solo pasan
una vez en la vida.
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