9/3/13

Sangre, fluído y recuerdos, por Anfeta


     Yo estaba embutido y colocado de vino barato, y cerveza verde y demencia… En una minúscula habitación en la que había diseminado cierto olor a meados y muerte. El frío de aquel tugurio helaba el alma de cualquier vagabundo acostumbrado a mascar el gélido viento encaramado desde su abrigo de papel de lija. Mis pies y tobillos estaban hinchados. No podía, entonces, atarme los zapatos, lo que irremediablemente me obligaba a andar descalzo.

       Cada noche, antes de dormir, conversaba apaciblemente con mi conciencia: “Nada vale la pena”. Era una sabia. Me gustaba: nunca me cuestionó sobre qué hacía o qué dejaba de hacer.

       Tengo recuerdos intermitentes de aquellas conversaciones y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la vida. Muchos de mis recuerdos se han desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido.

     Tenía una barba negra, unos sucios orificios nasales y unos radiantes dientes amarillentos. Era secreto, sinuoso, recodero. Mi pobreza se derramaba como una cascada por aquella hedionda y churretosa habitación.

       Puesto de speed -al borde de una sobredosis inminente-me sacudía como una ballena herida. Tambalea en el aire, agoniza, muere y resucita. En aquel instante me veía a mí mismo como un pétalo de espanto que vive adherido al corazón de la ciudad.

Colocado, me disponía a bajar, bamboleante, las escaleras de aquel piso que nacían de abajo a arriba y se retorcían trepando.

        Al  sostener mi  zigzagueante  saco  de  huesos  en  la barandilla de aquel sucio edificio, pude recordar el musgo púbico de la mujer de Billy.
Recordaba los ensordecedores gemidos de aquella zorra: ¡Ah, todo este palo, este cuello de avestruz me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga!

        Después de correrme, saqué el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.

          Aquella noche, la condenada estaca, se encontraba insaciable. Sin embargo, la mujer de Billy se había saciado anteriormente con el amor de algún conciudadano de aquella fantasmagórica ciudad.

            Ella, no podía apartar sus ojos de aquel instrumento. Después de un rato, dijo:

            -¡No me meterás eso!

            -¿Pero por qué? ¿Por qué? Mírala…

            -¡La estoy mirando¡

            -Pero ¿no la deseas?

            -No, estoy enamorada de Billy


     En aquel instante, aquella sobredosis de hipocresía me sobrepasó con creces. Fugazmente, mi mano se precipitó hacia el revólver. Sonó un disparo sesgando el nudo gordiano que sustentaba el crepúsculo. La mujer de Billy se desplomó en el suelo, delicada, como una hoja otoñal, con un agujero en la nuca.

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