Yo estaba
embutido y colocado de vino barato, y cerveza verde y demencia… En una
minúscula habitación en la que había diseminado cierto olor a meados y muerte.
El frío de aquel tugurio helaba el alma de cualquier vagabundo acostumbrado a
mascar el gélido viento encaramado desde su abrigo de papel de lija. Mis pies y
tobillos estaban hinchados. No podía, entonces, atarme los zapatos, lo que
irremediablemente me obligaba a andar descalzo.
Cada noche,
antes de dormir, conversaba apaciblemente con mi conciencia: “Nada vale la
pena”. Era una sabia. Me gustaba: nunca me cuestionó sobre qué hacía o qué
dejaba de hacer.
Tengo
recuerdos intermitentes de aquellas conversaciones y a ratos olvidadizos porque
así precisamente es la vida. Muchos de mis recuerdos se han desdibujado al
evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido.
Tenía una
barba negra, unos sucios orificios nasales y unos radiantes dientes
amarillentos. Era secreto, sinuoso, recodero. Mi pobreza se derramaba como una
cascada por aquella hedionda y churretosa habitación.
Puesto de speed -al borde de una sobredosis
inminente-me sacudía como una ballena herida. Tambalea en el aire, agoniza,
muere y resucita. En aquel instante me veía a mí mismo como un pétalo de
espanto que vive adherido al corazón de la ciudad.
Colocado, me
disponía a bajar, bamboleante, las escaleras de aquel piso que nacían de abajo
a arriba y se retorcían trepando.
Al sostener mi zigzagueante saco de
huesos en la
barandilla de aquel sucio edificio, pude recordar el musgo púbico
de la mujer de Billy.
Recordaba los ensordecedores gemidos de aquella
zorra: ¡Ah, todo este palo, este cuello de avestruz me atraviesa desde el coño
hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga!
Después de
correrme, saqué el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal y
basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen
lubricante cayeron al suelo.
Aquella noche, la condenada
estaca, se encontraba insaciable. Sin embargo, la mujer de Billy se había
saciado anteriormente con el amor de
algún conciudadano de aquella fantasmagórica ciudad.
Ella, no podía apartar sus
ojos de aquel instrumento. Después de un rato, dijo:
-¡No me meterás eso!
-¿Pero por qué? ¿Por qué?
Mírala…
-¡La estoy mirando¡
-Pero ¿no la deseas?
-No, estoy enamorada de
Billy
En aquel instante, aquella
sobredosis de hipocresía me sobrepasó con creces. Fugazmente, mi mano se
precipitó hacia el revólver. Sonó un disparo sesgando el nudo gordiano que
sustentaba el crepúsculo. La mujer de Billy se desplomó en el suelo, delicada,
como una hoja otoñal, con un agujero en la nuca.
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